lunes, 3 de diciembre de 2018

Si no tiramos a puerta, ya se meterán los goles ellos.



Cuenta la leyenda que hace muchos años una gran Armada pretendía conquistar una importante ciudad portuaria venida a menos. El Almirante que la comandaba lo tenía todo previsto: cómo acercarse a puerto, cómo colocar los barcos de su flota tapando las entradas y salidas, cómo hacer el desembarco de la Infantería cuando fuera menester, y también, por supuesto, cómo cubrir las necesidades defensivas en caso de ser atacado. No podía perder esta batalla. Sabía que el Rey, que tiene ojos en todos los lugares del orbe conocido, estaría pendiente de sus actos, y le premiaría o castigaría según el resultado de esta contienda. Más aún, teniendo en cuenta alguna que otra derrota que le había dejado con una credibilidad muy mermada.
Comenzó la batalla. Los barcos se dispusieron según lo previsto y uno de ellos lanzó un cañonazo para calibrar las distancias, con tan buena fortuna que la piedra se coló por una de las puertas de la muralla que algún defensor inconsciente había dejado abierta por error. Esa torpeza hizo saltar el polvorín de los defensores de la ciudad por los aires y todos en los barcos se regocijaron por ello.
- ¡Esto está hecho! - gritaban unos
- ¡Esta vez la victoria es nuestra! - aullaban otros
El Almirante comenzó a saborear la victoria mientras recolocaba sus barcos. Los movía de un lado a otro para que los defensores de la ciudad pudieran verlos y palidecieran ante su poderío y majestuosidad. Y todo, sin tirar ni un solo cañonazo más. Tan alegres estaban que no vieron cómo una flotilla escapaba del férreo control que ejercían sobre el puerto y lanzaban dos y hasta tres andanadas que afortunadamente no dieron en el blanco. Definitivamente, parecía que esta vez tenían a Dios de su lado.

El Rey, que todo lo veía, recibía noticias puntuales de todo y comenzaba a impacientarse al ver que las horas iban pasando y el puerto no terminaba de caer. Preguntó, alarmado, si habría suficiente munición para acabar la batalla, pero uno de sus espías le informó de que había de sobra, pues no habían tirado más que una o dos veces. Lejos de tranquilizarse, el rey estaba a punto de perder la paciencia.
- ¿Cómo que sólo han disparado una o dos veces? ¿A qué esperan? ¡Si se hace de noche y la ciudad ha resistido, aunque sea con algunos daños, para Nosotros será una derrota! - bramaba el monarca, cada vez más fuera de sí - ¡Que alguien le diga al Almirante que ordene disparar! - se desesperaba.
Pero el tiempo pasaba, comenzaba a anochecer, y el puerto seguía resistiendo. No sólo eso, sino que se permitía el lujo, de vez en cuando, de sacar alguna embarcación ligera para disparar a la flota. La confusión reinaba en la Armada, hasta que, tarde ya, cuando casi no se veía, uno de los barcos que estaban cerca de la bocana del puerto se decidió a disparar de improviso, según pasaba. El cañonazo lanzó su mortífera carga en dirección a la muralla, atravesó la primera línea de defensa e impactó de lleno en la torre del castillo, reduciéndola a un estado de gravilla. Al ver el destrozo, los defensores se rindieron por fin, y el Almirante pudo entrar en la ciudad triunfante. El Rey se enteró, por supuesto. Estaba satisfecho, pero no estaba contento, ni mucho menos, con el Almirante y su desesperante ausencia de valor para disparar. Hablaría con él. Sin duda, pero eso sería otro día. Siempre era otro día.

Y eso cuenta la leyenda.
La realidad es que ayer, contra el Valencia, si no es por un autogol de Wass y por un gol de Lucas Vázquez al final del partido en uno de los poquísimos tiros a puerta, nos vuelven a dar un disgusto. Menos mal que ganamos, y de lo de tirar a puerta hablaremos otro día. Siempre es otro día...

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