lunes, 13 de enero de 2020

La undécima... Supercopa de España

A cinco minutos del final de la segunda parte de la prórroga, Morata vuela hacia la portería de Courtois. Los 25 aficionados colchoneros que se había desplazado a Jeddah para la final de la Supercopa de España se levantan de sus asientos. Rugen. Lo ven claro. Es medio gol, después de que Carvajal diera un pase perfecto, de tacón, al contrario. Van a vengar las Finales de Lisboa y de Milán de una sola vez. Saborean su tercera Supercopa de España, la primera en Arabia, y la primera entre cuatro equipos. Se ven en la historia del fútbol español..
Frente a ellos, los 50 aficionados del Madrid que han viajado para ver a su equipo en directo callan asustados. Otros cincuenta mil aficionados locales que van con el Madrid porque al otro no lo conocen demasiado bien, observan la jugada con mucha más tranquilidad. Después de 90 minutos y una prórroga se va a romper su maldición. Esa que empieza en el minuto 92.



Por algún motivo, todo el mundo sabe que esa jugada será gol. Nadie confía en que Courtois, tan decisivo en otras ocasiones, pueda pararla. Estaba escrito en donde estén escritas estas cosas que el Atlético iba a marcar, y en consecuencia, ganar el trofeo. Seguro que el ahora antimadridista Morata se veía a sí mismo siendo el héroe de la Final, mandando a su anterior y ahora odiado equipo al infierno del perdedor.
Y de pronto, llega por detrás Valverde, un tipo muy alto con cara de niño, que sin dudarlo ni un momento, caza a Morata por detrás, sin ánimo de jugar el balón.

Zancadilla limpia y eficaz. Roja directa.

Morata se va al suelo, probablemente sin entender por qué ve ahora el césped a la altura de sus ojos, en lugar de la gloria que veía hace un segundo y medio. Ni siquiera se revuelca en el suelo durante largos minutos. El dolor no es físico, sino anímico. Los jugadores del Atlético montan una tangana en el campo. Vuelan las amarillas a un lado y a otro, pero ya no importa. No ha habido gol, y el momento se ha perdido para siempre. 

Iniciamente, nada cambia en la grada: Los 25 aficionados rojiblancos siguen gritando, pero esta vez pidiendo la cabeza del madridista, porque una tarjeta roja, que es lo que prevé el reglamento, no es suficiente. Saben que están muertos deportivamente en esta final, otra vez, y quieren sangre. Los 50 madridistas y sus cincuenta mil anfitriones callan asombrados ante la jugada. Un segundo después, cuando los espectadores entienden la magnitud del suceso, la situación se invierte, y los que gritaban guardan silencio, y los que callaban comienzan a celebrar.

 El jugador blanco sale del campo con  el convencimiento de que ha cumplido su misión. y al pasar cerca del habitualmente impresentable Cholo Simeone, éste le da una palmada con una media sonrisa. Él sí lo ha entendido. No lo dirá nunca, pero aprueba la acción. Él la habría hecho igual. Quizás más violentamente, pero era lo que había que hacer. No se trata de dar muchas patadas como había planteado el entrenador del Atlético desde el principio, sino de darlas bien y en el momento adecuado. 

Y la zancadilla de Valverde estuvo muy bien hecha. Y muy a tiempo. No en vano fue nombrado Mejor Jugador del partido.

Después de eso, la suerte estaba echada. Se llegaría a los penalties, y en esa mal llamada lotería ganaría el que tuviera más confianza y el que creyera más en sí mismo. En definitiva, ganaría el de siempre. El infierno está reservado para unos pocos.